Crónicas de la Habana Hundida
Erick J. Mota
Las cosas ya no son lo que eran antes.
César: ¿Quién es ese hombre?
Brutus: Un adivino, que advierte que os guardeis de los idus de marzo.
Julio César.
William Shakespeare.
Las cosas ya no son lo que eran antes. La Habana Vieja sigue allí delante, las viejas torres de los campanarios y las cúpulas de más de cuatro siglos siguen allí. Las aguas de la bahía están igual que cuando era niño, negras por el petróleo de los barcos. Pero la Habana ha cambiado. Ahora es diferente. Ojeo los últimos informes de la patrulla aérea. Underguater está en calma, supongo que debo dar las gracias.
Antes no había Underguater, ni barrios hundidos, ni lago interior. La Habana terminaba en el malecón y punto. El que cruzara el charco iba a dar a la Yuma y que se joda. Pero las cosas ya no son así. Ya nadie se va para el norte porque allá solo hay hambre, miseria y desiertos radiactivos. La gente viene para acá en cualquier cosa que flote. Y llegan chapurreando el español. Poniéndole a todo, nombres en mal inglés. Comprendo ahora a los guardacostas americanos cuando los balseros eran nuestros.
Más de mil inmigrantes ilegales llegan todos los días desde la Florida. Tengo un buró lleno de papeles al respecto. Gastamos más repatriándolos que dejándolos pasar. No en balde Underguater está superpoblada. Y nosotros que apenas podemos controlar la ciudad. Nos faltan helicópteros, lanchas torpederas, y si de mí dependiera pondría hasta cazas a reacción.
Pero ya no hay aviones de combate en la Habana. Los rusos se los llevaron todos. Los muy hijos de puta. Prohibieron todo tipo de armamento estratégico, hundieron todos los portaviones americanos y se fueron para la órbita. Desde allí nos miran con sus bombas atómicas satelitales diciéndole al mundo cómo deben hacer las cosas.
Pero cuando el ciclón Florinda colapsó el alcantarillado y creó el lago interior, no hicieron nada. Se quedaron en su órbita mientras se inundaban la Habana Vieja, Centro Habana y el Vedado. Incluso sabiendo que eran los culpables. Ellos y su proyecto de subirle cinco metros al malecón: hicieron un rompeolas gigantesco, como todo lo que hacen los rusos. Al primer ciclón las partes bajas se llenaron de agua que ahora no puede volver al mar porque los desagües colapsaron. Los hicieron de un material sintético que terminó haciendo no sé cuál reacción química con el agua de mar y selló las salidas.
Una mierda.
Tengo la oficina tan regada que parece un nido de putas. Por suerte me puedo dar ese lujo. Yo soy el jefe. Nadie me puede ordenar que recoja. Es lo bueno del ejército, con determinado grado militar ya nadie puede ordenarte nada.
Brilla una luz como de arco eléctrico en la Habana Vieja. Hay humo entre los edificios abandonados en el agua. Los cristales blindados de la oficina vibran por la onda sonora. Lentamente, el cohete portador toma altura impulsado por un torbellino de hidrógeno en combustión. Es el cosmódromo. Una estructura de acero y titanio, a modo de paso superior, que los rusos construyeron encima de la plaza de la Catedral y el seminario de San Carlos. Al menos eso no se lo llevaron.
Todos los días despegan cohetes. Cada tres horas. Repletos de gente. Gente que paga el salario de toda una vida por un pasaje hacia la tierra prometida. Las plataformas geoestacionarias de los rusos. El sueño soviético, el modo de vida de los rusos en el espacio.
Tremenda mierda.
Hubo un tiempo en que también nosotros creíamos en el sueño soviético de la sociedad utópica en el cosmos. Ya no. Los rusos se fueron y nos dejaron embarcados en el planeta. Solos y a nuestra suerte.
¡Rusos de mierda!
—Su helicóptero está listo, señor —dice la voz desde el intercomunicador del buró—. Debe firmar unos documentos antes de partir para Underguater.
—Pasa por la oficina, María Fernanda.
Ella es mi secretaria. Y mi amante. Es usual que ambas cosas vayan de la mano. Pero, además, es mucho más joven que yo. Sin embargo me es más fiel y sincera que cualquiera de los de mi escolta. No es que tenga nada en contra de ellos pero María Fernanda haría más por mí. Si pudiera.
Entra al despacho. Veo nerviosismo en su mirada.
—¡No vayas!
—Debo ir.
—¡Es una trampa, lo presiento!
—Aunque así sea, debo ir. Las cosas deben solucionarse en Underguater. No puede haber más guerras por un pedazo de tierra hundida. ¿Entiendes?
Yo sé que ella no entiende. Para ella solo importa mi vida. No puede entender que FULHA no puede ceder más terreno del que ha perdido en el norte de la ciudad. Los abakuás controlan Alamar. Las corporaciones religiosas, Miramar. Los santeros, Centro Habana y los babalawos, el Vedado. Si ahora Cayo Hueso quiere anexarse al dominio de la regla de Ifá nosotros tenemos que mediar para impedir una guerra civil.
Por un lado tenemos que demostrar que la FULHA, nuestra Fuerza Unida de La Habana Autónoma, sigue teniendo el control. No por gusto somos el ejército, la policía y el gobierno de la ciudad. En una sola pieza. Y si santeros y babalawos campean por su respeto ahora, pronto la Habana volverá al caos que hubo después del ciclón. Hay que demostrarles quién tiene las AKMs en este asunto.
Por otro lado, si hay una guerra civil, los rusos intervienen. Y lo que menos necesito, es una tropa de marines de los Estados Soviéticos del Espacio haciendo un desembarco orbital sobre la Habana.
Salgo al patio central. La vieja fortaleza de la Cabaña ha sido remodelada ante las necesidades que imponen los nuevos tiempos. Hay torretas blindadas con ametralladoras calibre 14,5 mm en las esquinas de los bastiones. Helipuertos en lo alto de las murallas. Cohetes antiaéreos ocultos en los fosos. Ahora es una fortaleza moderna… y peligrosa. Ahora es la comandancia central de FULHA. Desde aquí controlamos lo que aún se puede controlar.
Y yo soy el jefe. El jefe de todo el alto mando FULHA en la Habana Autónoma.
Una carga muy pesada, debo aclarar.
Los soldados de mi guardia personal me llevan hasta una azotea donde aguarda un Mil Mi 10. Pese a que el helicóptero es de transporte, su tamaño es impresionante. Dentro, en el área de carga, cabe mi escolta y sobra espacio. A los rusos les gustaba diseñar en grande. Pero al carajo con los rusos. Ellos ya no están aquí para poder darles las quejas.
Otros dos helicópteros Mil Mi 8T de combate despegan y se colocan a ambos lados de mi transporte. Sobrevolamos la bahía. No hay moros en la costa. Aunque la paranoia de los pilotos los obliga a tomar altura para evitar posibles tiradores con Cohetes Anti Aéreos Portátiles “Flecha” escondidos en las azoteas de los edificios de la Zona Intramalecón Este. Miro los edificios a medio hundir desde la ventanilla blindada de mi helicóptero. Pienso en las palabras de María Fernanda y recuerdo al Julio César de Shakespeare. La guerrilla del Fanguito ha amenazado con atentar contra los dirigentes de FULHA, eso me convierte en su objetivo número uno. Y para colmo, ahora un conflicto limítrofe entre los clanes de la Regla de Ocha y la Armada de Ifá. Sinceramente me siento como si estuviera en los idus de marzo y volara hacia el senado donde me esperan Brutus, Casio y Casca con puñales escondidos bajo las azules corazas de los soldados de FULHA.
En fin, es muy posible que merezca morir por el filo de un cuchillo ceremonial en una azotea del Focsa. La verdad yo nunca me adapté a los nuevos tiempos. A la anarquía de los barrios independientes. A la violencia en las calles. A las guerrillas urbanas. A los pescadores moviéndose en patanas por Belascoain hundida. A los niños bañándose en la playa de G y 15. A las corporaciones católicas y protestantes construyendo ochenta-plantas en Miramar. A la Declaración Universal de Derechos del Psicópata.
Las cosas ya no son como eran antes.
Antes del ciclón. Antes de los servidores informáticos en las plataformas espaciales rusas. Antes de que los Orishas aparecieran en la Red Global.
El Mil Mi-10 aterriza en el helipuerto del Focsa como un pesado terodáctilo. Uno de los helicópteros de la escolta descansa en la pista mientras de su vientre brotan soldados de asalto con visores de selección de blancos, blindaje personal ligero y AK-47 de culata plegable. El segundo Mi-8T vuela en círculos sobre el edificio como las tiñosas que planean por las corrientes de aire que trae el mar.
—Ya es hora, señor.
Es el jefe de mi guardia personal. Un tipo serio, entrenado por los rusos en Siberia como spetznaz de destino especial. El hombre vale su peso en oro. Me pregunto si será el Brutus de esta tragedia. Bajo la escalerilla del helicóptero en medio del despliegue de seguridad. El agente de la Armada de Ifá que corre con la seguridad del edificio se acerca y me dice que ya el Olúo Sinvayú y su escolta esperan en el salón de conferencias. Le pregunto por el Oriaté y me dice que no participará en la reunión. Cosa mala. Echo un último vistazo al Vedado Hundido desde lo alto del Focsa.
Tal vez aún no sean los idus de marzo para mí.
Escucho un quejido a mis espaldas. Los agentes de FULHA empuñan sus AK en todas direcciones. Signo inequívoco de que algo anda mal. Explotan bombas de humo, se oyen gritos ahogados y disparos. La guardia personal hace un círculo a mi alrededor. El condicionamiento spetznaz de mi jefe de seguridad le indica que debo volver al helicóptero y abandonar el juego. Me niego.
—Permaneceremos aquí —le digo—, un líder de FULHA no puede huir ante un asesino cualquiera.
—Existen asesinos en la Habana Autónoma ante los cuales no es deshonroso huir.
Dice con espantosa tranquilidad. ¿Qué fue del entrenamiento spetznaz, del orgullo de las tropas especiales rusas, del código de honor que debió aprender en Siberia? Prefiere escapar como un cobarde o simplemente está enterado de cosas que escapan a mi lógica arcaica.
Las cosas ya no son lo que eran antes. Eso es evidente.
Continúan los gritos. Los disparos son ahora ráfagas ciegas. Mi escolta permanece arrodillada con los fusiles en ristre. Todos esperan. Algo invisible se mueve entre el círculo de soldados. Veo la sangre brotar de los cuellos. Las voces en la banda de comando de mi auricular forman un caos de gritos. Consigo captar algunas palabras al vuelo. Traje mimético, cuchilleros, mantener la calma, pasar a visión calorimétrica.
El círculo de la escolta ha desaparecido. Ahora es un círculo de cadáveres. El humo se dispersa con la brisa de la tarde. Sólo quedamos el jefe de escolta y yo. Y un hombre vestido de blanco desde los zapatos hasta el sombrero de pana. Lleva un traje de hilo, gafas redondas con cristales oscuros de armadura dorada y corbata roja. Con esa pinta solo puede ser un psicópata de la Fundación Charles Manson. Un asesino con una personalidad antisocial y protegido por los Derechos del Psicópata. Pagado por la guerrilla del Fanguito, los clanes santeros o el Oriaté en persona. Ahora poco importa.
El cuerpo del jefe de escolta se tensa mientras saca la pistola. Sus movimientos responden a un condicionamiento ejercitado por años. Ejecuta una especie de danza mientras dispara. Alguna clase exótica de artes marciales con pistola. Los tiros atraviesan la imagen holográfica del asesino. Una silueta invisible aparece tras el spetznaz. Una bayoneta de 40 centímetros aparece clavada en su espalda mientras suelta el arma y cae desplomado.
Ahora sé que el psicópata es un Ilusionista. Un asesino que emite proyecciones holográficas de sí mismo, a modo de señuelo. Mientras, con un traje invisible, pasa por la cuchilla a todos. Ahora es visible delante de mí. ¿Será que ha decidido que merezco ver la cara de mi ejecutor, mostrando así respeto por mi edad y rango militar? ¿O será otro señuelo para entretenerme y el verdadero asesino está aún invisible a mis espaldas? Parece que, después de todo, moriré por el cuchillo de un Brutus de la Fundación Charles Manson.
Pues como diría el verdadero César, alea jacta est.
Ni siquiera me importa morir.
Las cosas ya no son lo que eran antes.
No vale la pena coger tanta lucha con la muerte.